Cuando la primavera llega a París, hasta el más humilde de los mortales tiene la sensación de residir en el paraíso.» Henry Miller.
Después de un día mágico en Disneyland, París nos espera para recorrerlo en nuestro tercer día. Hoy será el día en que nos encontremos frente a frente con la Torre Eiffel y no podemos tener más ganas. La capital francesa es un pequeño mundo por descubrir; cientos de monumentos históricos que visitar, decenas de museos, arte callejero, unas vistas inigualables desde casi cualquier punto de la ciudad, cafés con aires intelectuales, olor a crepes recién hechos, un pequeño barrio rojo que recuerda a Amsterdam, espectáculos y juegos de luces.
París ofrece todo aquello que busques, incluso enamorarte (obviamente de la ciudad). Cualquier idea preconcebida sobre esta ciudad es infinitamente inferior a la sensación que sentiréis una vez que la conozcáis; explorar sus calles y avenidas es toda una gozada, mirar al horizonte y descubrir como se asoma tímida la Torre Eiffel, escudriñar cada edificio que se os muestra ante vosotros, intentando encontrar un detalle minúsculo aún no descubierto o disfrutar del acento francés de una conversación. ¡Os sentiréis como en una película!
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Nuestra primera parada de este día fue el Arc de Triomphe de l’Étoile, o el Arco del Triunfo. Situado en uno de los puntos más importantes de la ciudad, la Place de l’Ètoile (donde convergen doce avenidas), el arco se alza imponente con sus 51 metros de alto.
Junto a la Torre Eiffel y Notre Dame, es uno de los monumentos más visitados de París. La idea de su construcción viene de mano de Napoleón I en 1846, tras la victoria en Austerlitz. Napoleón ordenó que se levantase un arco de triunfo como homenaje a sus ejércitos victoriosos y, para que sus hazañas no quedasen en el olvido, se grabaron los muros con los nombres de las batallas victoriosas del ejército napoleónico.
Desde su construcción, es uno de los ímbolos de la identidad francesa, que cobró aún más fuerza en 1919 cuando se instaló la tumba del soldado desconocido a sus pies, como homenaje a las víctimas francesas de la Primera Guerra Mundial.
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El precio de la entrada son 12€ , aunque es gratis para los europeos menores de 25 años.
Para acceder a la parte superior deberéis subir bastantes escaleras (aunque con el entrenamiento que hicimos para subir a Notre Dame deberíamos estar ya acostumbrados). De nuevo nos encontramos con una estrecha escalera de caracol, que puede resultar algo mareante, especialmente en la bajada. Creo recordar que había ascensor pero no hasta la terraza, sino hasta el museo, y desde aquí hay que subir por la escalera. Me parece algo sin sentido, ya que una persona con problemas de movilidad no puede acceder a la terraza, es algo que deberían plantearse cambiar.
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En el interior encontramos un pequeño museo que cuenta la historia del arco desde su creación, los distintos proyectos que se barajaron antes de su construcción, algunas de las esculturas que se realizaron y bajorrelieves y frisos que recuerdan las guerras revolucionarias.
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Desde la terraza del arco se pueden contemplar unas vistas maravillosas de toda la ciudad, 360º donde observamos los Campos Elíseos y la Torre Eiffel. Sin duda, una vez arriba, merecerá la pena todo el esfuerzo de subir 286 escalones.
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La única pega de esta visita es la cantidad de personas que suben a la terraza, sacar una fotografía sin gente es casi misión imposible, aún así es un imprescindible en París.
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Dejamos atrás el arco y comenzamos a dirigirnos desde aquí a los Jardines de Trocadero, no sin antes hacer una pequeña parada en un café parisino y disfrutar de un buen café y unos muffins recién horneados.
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Trocadero es una de las paradas que nadie se puede perder (y que casi nadie prescinde en su viaje) ya que es donde se encuentra la Torre Eiffel. La verdad es que pasear por esta zona es un sueño, la laza de Trocadero se creó con motivo de la Exposición Universal de 1937, en los antiguos jardines del palacio morisco de Trocadero. Aquí encontraremos gran cantidad de esculturas de la década de 1930, como Hombre de Traverse o Mujer de Braque.
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Toda esta zona está decorada con estanques, esculturas y fuentes y es habitual encontrar a varios artistas callejeros, ya sea bailando, patinando o haciendo cualquier tipo de exhibición.
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Desde aquí tendréis unas vistas espectaculares de la Torre Eiffel, es uno de los mejores sitios para hacer fotografías de la famosa torre y algún que otro selfie que demuestre que estuvísteis allí. ¿El único inconveniente? La enorme cantidad de turistas que siempre hay por la zona, es muy difícil sacar fotos sin pillar a alguien más de imprevisto, pero también es algo lógico, todos queremos visitar la preciosa capital francesa.
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Cuando bajamos la plaza, y justo antes de pasar bajo la torre de hierro, encontramos una parte dedicada a los más pequeños y a los golosos. Un carrusel antiguo será el mejor modelo para sacar nuestras postales, y varios puestos de algodón dulce, crepes, manzanas caramelizadas y palomitas endulzarán nuestro día. Para llegar a la Torre Eiffel deberemos cruzar el puente de Iena, otro de los puentes que cruza el río Sena y el que nos lleva directamente a la torre.
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Este puente es el que nos lleva directamente a la Torre Eiffel y a la zona de los jardines. Como nosotros teníamos de subir al Arco del Triunfo y a Notre Dame de día, queríamos reservarnos la subida a la torre a la noche y así contemplar París totalmente iluminada.
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En la zona de los jardines, que cubren aproximadamente unas 10 hctáreas, encontraremos estanques, varias esculturas y fuentes además de paseos con castaños, hayas y todo tipo de plantas. Nosotros aprovechamos para hacer un pequeño picnic.
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Obviamente no podíamos resistirnos a hacernos las típicas fotografías con la torre como acompañante principal.
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Después de varias horas deleitándonos con la Torre Eiffel, es momento de seguir nuestra ruta y nos dirigimos a Los Inválidos para visitar la tumba de Napoleón. El Domo des Invalides es el emblema del Hotel Nacional des Invalides, todo un monumento dentro del espacio parisino. Después de Versalles, es la obra de mayor envergadura iniciada durante el reinado del conocido como Rey Sol, Luis XIV.
Su construcción se inicia en 1677, con intención de exaltar la gloria de Luis XIV, de la monarquía y de sus ejércitos. En sus inicios (en época de revolución) hacía las funciones de Templo de Marte, aunque pronto pasó a ser el panteón militar con la acción de Napoleón Bonaparte y la instalación de la tumba de Turenne (uno de los mariscales más conocidos del siglo XVIII. Actualmente, acoge además de la tumba de Napoleón, la de su hijo Aguilucho, rey de Roma, y la de sus hermanos José y Jérome Bonaparte; además de los generales Bertrand y Duroc y los ilustres mariscales Foch y Lyautey.
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En el exterior del edificio encontramos una enorme cúpula con más de 12 kilos de oro de 24 kilates, repartidos en 550.000 láminas. Este baño de oro se realizó en 1989 con motivo del bicentenario de la Revolución Francesa.
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Una vez dentro podremos apreciar el Patio de Armas, un lugar donde se depliega gran parte de la colección de artillería, como 60 cañones clásicos franceses de bronce.
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Tras dejar este patio, pasamos al interior del Domo, donde encontramos la tumba del famoso militar, aunque antes os enseñaré la de su hermano, José Bonaparte, rey de Nápoles y de España.
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Y para el final he dejado la guinda del pastel de este edificio. El 5 de mayo de 1821 muere Napoleón en la isla de Santa Elena, donde es enterrado cerca de un manantial en el valle del Geranio. En 1840, el rey Luis Felipe Iero decide trasladar su cuerpo de vuelta a Francia.
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El 15 de diciembre de ese mismo año llegan sus restos a los Inválidos, aunque aún no disponía de tumba propia. Esta es encargada al arquitecto Visconti, que realiza un agujero en el Domo que acoja la tumba. No es hasta el año 1861 cuando el cuerpo del emperador descansa donde se encuentra actualmente.
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La tumba está realizada en cuarcita roja sobre un pedestal de granito verde y se encuentra rodeada de una corona de laureles con inscripciones que recuerdan las victorias del imperio. Alrededor de la tumba se encuentran doce «victorias» esculpidas que simbolizan las campañas militares que realizó, además de relieves con algunas de las acciones que llevó a cabo.
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Nuestra siguiente parada es una que me apetecía muchísimo, cuando estudiaba arte me gustó mucho la obra de Rodin y tenía claro que su museo era una parada obligatoria en París.
En 1917, gracias al propio artista, que decidió exponer gran parte de su arte en el palacete rococó del Hotel Biron y sus jardines. El museo está abierto todos los días excepto los lunes de 10 a 18, y el precio de la entrada es 9€, aunque si tenéis menos de 25 años y sois residentes en Europa la entrada es totalmente gratuita.
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Aquí encontraremos obras del escultor y las que el coleccionó a lo largo de su vida, en total 6500 esculturas (realizadas tanto en mármol, bronce, como en terracota y escayola), 10.000 dibujos, 7.000 fotografías y 1.700 pinturas.
En los jardines (que ocupan tres hectáreas) encontramos obras tan conocidas como El Pensador, Los Burgueses de Calais, Balzac o (mi favorita) La Puerta del Infierno.
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Salimos con dirección al Puente de Alejandro III, el más bonito y largo de París y una parada preciosa para contemplar el Sena. Este puente una la explanada de los Inválidos con el complejo formado por el Gran y Petit Palais.
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Su construcción se inició en 1896 por el Zar Nicolás II de Rusia, sustituyendo así al puente metálico colgante que se encontraba en esos momentos. Es en el año 1900 cuando se inaugura y 75 años después pasa a ser declarado monumento histórico.
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Se encuentra totalmente adornado por cuatro columnas de 17 metros y esculturas doradas y estatuas en bronce entre las que destacan Pegasos de bronce dorado, leones guirnaldas con decoración marina y Ninfas.
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Desde el puente podemos disfrutar de unas vistas maravillosas al río Sena, y si lo recorréis desde abajo en barco, podréis ver el Puente de Alejandro III en todo su esplendor.
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Tras cruzar, en pocos minutos podréis apreciar el Petit y Grand Palais. Nosotros íbamos con el tiempo justo y no pudimos visitar el interior ni dispongo de precios, pero estoy segura de que (al igual que todo París) merecerían la pena.
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Ponemos rumbo a Montmartre, no sin antes hacer una parada en los Campos Elíseos y visitar una de las reposterías más bonitas (y caras) de París, Ladurée, para probar sus famosos macarons. De vez en cuando hay que pegarse un caprichito, y un dulce ¡siempre viene bien!
Y ahora sí, cogemos un metro rumbo al barrio de los pintores. Montmartre se sitúa a 130 metros de altura y es uno de los barrios con más encanto de París gracias a sus pequeñas y empinadas callejuelas, a sus cafés y a la Basílica del Sgrado Corazón. Tengo que decir que no me gustó nada que cualquier cafetería cobre tan caro un refresco o un café en esta zona, realmente se aprovechan demasiado de la localización y no dan un buen trato.
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Pero sí que me encantó visitar el Sacre Coeur, uno de los lugares sagrados más importantes de la ciudad. Montmartre significa «monte de los mártires» y según varias creencias populares, fue el lugar donde se produjo el martirio de Saint Denis, el primer obispo de París. En 1873 la Asamblea Nacional decreta la realización de una basílica en esta colina, a manos de Paul Abdie, a su muerte otros cinco arquitectos más siguieron con su realización. Tiene un estilo que recuerda a Santa Sofía de Estambul y a San Marco de Venecia por su estilo romano – bizantino, totalmente en contraste con las iglesias góticas de París.
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No fue hasta 1914 cuando se terminó de construir. Sus dimensiones (83 metros de alto por 35 metros de ancho) hablan por si solas y la convierten en la dueña y señora de la colina.
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El interior está decorado al más puro estilo bizantino, con mosaicos en tonos vivos y dorados que, por momentos, nos hacen olvidar que nos encontramos en la capital francesa.
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Desde aquí, y tras disfrutar de un pequeño paseo por la colina y bajar en funicular, tomamos otro metro camino al Moulin Rouge, el cabaret más famoso de París. Al parecer este barrio durante el siglo XIX adquirió muy mala fama debido a la cantidad de cabarets y burdeles que había por la zona; numerosos artistas consideraron que este no era un problema para vivir aquí e hicieron de esta zona el barrio que es hoy.
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Moulin Rouge se construyó en el año 1889 de mano de Josep Oller, desde entonces ha conseguido ser el foco de atención de Pigalle, incluso inspiró a la famosa película protagonizada por Nicole Kidman.
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La última parada, justo antes de que se vaya el sol es de nuevo la Torre Eiffel, queremos ver la puesta de sol y subir una vez que se haga de noche y disfrutar de la bien conocida como ciudad de la luz. Es obvio que cada vez que alguien nombra a París, lo primero que se nos viene a la mente es ella.
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El clima nos había acompañado durante todo el día, un sol precioso brilló y ni una nube amenazaba ahora con disfrutar de uno de los mejores miradores de la ciudad. Mientras volvemos a acercarnos, sentimos de nuevo esa sensación de grandeza que se vive justo cuando te encuentras bajo ella.
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Con sus 330 metros, y sin ningún otro gran edificio que le haga competencia, la sensación de que es infinita es mucho mayor. Mientras esperamos a comprar nuestros tickets termina de anochecer. Da igual el momento del día que elijáis para subir a la torre, siempre encontraréis una larga cola para comprar las entradas. Para los previsores, os recomiendo su página web (pinchando aquí accederéis a ella) donde podréis comprar las entradas y evitar la hora de espera.
Nosotros compramos los que accedían hasta la cima, era nuestra primera vez en París y quién sabe cuándo volveremos, además el resto de entradas fueron gratuitas gracias a que teníamos menos de 25 años, así que nos decantamos por esta opción.
Y tras otra pequeña cola, ya estábamos en el ascensor de camino al cielo. La primera parte (se llega a la segunda altura) se hace en un pequeño ascensor de raíles. Es muy curioso este camino, todo el mundo va en silencio y creo que hasta aquellos que no tenemos vértigo, sentimos ese pequeño miedo ya que todo el ascensor es de cristal.
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Desde aquí las vistas hacen enmudecer literalmente. Se puede contemplar toda la ciudad sin ningún edificio que entorpezca la inmejorable panorámica. París, totalmente iluminada, se postra a nuestros pies; totalmente ordenada y con cientas de luces de diferentes colores. Es en este momento cuando entiendes por qué se la conoce como «la ciudad de la luz».
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Tras unos minutos, volvemos a tomar el ascensor (esta vez mucho más grande) que nos lleva al primer nivel, donde encontréis hasta un restaurante. Las vistas son mucho mejores en el nivel anterior, pero igualmente merece la pena ascender por esta increíble torre de metal.
Despido esta entrada con una última fotografía de la gran protagonista del día. París es una ciudad preciosa, con mil rincones por descubrir y muchos más por fotografiar. Nos queda el último día en la ciudad, que dedicaremos a visitar el Louvre, pero nos llevamos en el recuerdo cada pieza del puzzle de esta grandiosa ciudad.
¡Bonne nuit!
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