Oh la la! Bonjour París!, Día 1

Hacer una pequeña descripción de París es difícil, deberían inventar nuevas palabras para poder explicar la sensación del primer paseo cerca del Sena mientras el sol brilla , el atardecer desde el Sacre Couer o las vistas de la Torre Eiffel iluminando el horizonte. Como leí hace tiempo, ningún escritor es capaz de plasmar completamente el esplendor y la magia que se siente al pasear por sus avenidas, adornadas por preciosas cafeterías, museos o jardines. Aunque hay algo que deberéis tener presente, una vez que conoces París, no podréis sacarla de vuestra mente ni del corazón.

Hace dos años nos embarcamos en una de esas locuras que debes cometer alguna vez en la vida (y que si la hubiéramos pensado un poquito más, quizás la hubiéramos evitado). Decidimos viajar a París en coche desde Málaga; sí, oís bien. Cruzamos toda España y parte de Francia, haciendo una única parada en el camino en Zaragoza.

Si hoy tuviera que volver atrás cogería el avión sin duda (aún con mi pánico a volar) y evitaría taaaaaaaantas horas en coche (o iría parando en cada pueblecito), pero también es cierto que hoy tengo esa anécdota y esa experiencia a las espaldas.

Llegamos a París después de 12 horas conduciendo, sabíamos que ese día sería corto y no podríamos visitar demasiadas cosas, pero una vez nos dimos una ducha y nos cambiamos de ropa, nos embarcamos en la aventura de descubrir la bien nombrada «Ciudad del Amor».

París recibe su nombre por los parisios o Parisii, un pueblo galo instalado a las orillas del Sena hasta época romana; al año recibe unos 45 millones de visitantes (es la quinta ciudad más visitada del mundo) y realmente este éxito está justificado, ya que colma las expectativas de todos los que alguna vez habíamos soñado con ella.

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Nuestro día empieza en una pequeña cafetería cerca del Sena, con vistas a Notre Dame, tomando un café y admirando la maravillosa catedral. Es el único día en el que nuestra ruta es más traquila (ya que veníamos exhaustos después de conducir 12 horas seguidas y no haber dormido), así que nada mejor para relajarnos y sentirnos un parisino más, que en uno de sus preciosos cafés.

Tras este pequeño break para coger fuerzas, empezamos con uno de los edificios con los que prácticamente toda una generación hemos soñado gracias a la película de Disney «El Jorobado de Notre Dame».

Hubo una época en la que el hombre intentaba acercarse a Dios mediante enormes edificios religiosos, donde la luz sería la unión entre lo mundanal y lo espiritual; es por eso que, entre los siglos XII y XV, en la Europa más occidental comenzaron a alzarse imponentes catedrales que parecían querer alcanzar el cielo.

La catedral de Notre Dame es uno de los símbolos indiscutibles de París (y casi de toda Francia). Su construcción se inició en 1163 y se prolongó durante 200 años, en los que numerosas generaciones dedicaron tiempo y esfuerzo.

La catedral está dedicada a María, de hecho Notre Dame significa Nuestra Señora y, aunque tiene un claro estilo gótico (que va desde el más temprano al más clásico) que predomina en toda su construcción, podemos apreciar una pequeña muestra de otros estilos debido a las continuas alteraciones y renovaciones que sufrió en los diferentes momentos de «su vida». Actualmente está considerada como el referente incuestionable de catedral gótica.

Visitar la catedral es gratuito para todo el mundo, y el horario es de 8:00 a 18:45 de Lunes a Viernes y de 8:00 a 19:15 los Sábados y Domingos. Hay pocas experiencias tan sobrecogedoras como entrar en Notre Dame; pasar de la completa claridad del día al recogimiento de la oscuridad, rota por el fuego de las velas y los rayos de sol colándose tímidamente a través de las vidrieras.

Si el exterior impresiona, el interior no decepciona. El templo con planta de cruz latina, presenta un gran cuerpo con cinco naves, más las capillas laterales. El transepto se encuentra prácticamente a la mitad de las naves, por lo que resalta poco.

Una de las características de esta catedral son sus arcos apuntados sobre columnas y tribunas creando tres pisos. Estas serán prácticamente decorativas, o como recuerdo a la arquitectura del románico ya que la función de sustentación aquí la cumplen los arbotantes exteriores.

Los capiteles y, en general, los espacios del interior como las enjutas, tienen una decoración escultórica muy sencilla, donde predominan los elementos vegetales. Victor Hugo, en su obra «Nuestra Señora de París» escribió: Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que la del follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies.

Sin duda, cuando pisas por primera vez Notre Dame, entiendes que la catedral es un pequeño mundo, que (como también sentí al descubrir la Sagrada Familia) y como bien describe Victor Hugo, tiene su propia flora y fauna reflejada en las preciosas e inmensas vidrieras, en las interminables torres y, por supuesto, vida propia en cada detalle que la hacen única e irrepetible.

Las vidrieras fueron colocadas durante las restauraciones realizadas durante el siglo XIX, y toda la parte del coro presenta una decoración más barroca con bajorrelieves tallados y sillerías de madera.

Notre Dame ha sido testigo de numerosos acontecimientos históricos tales como la coronación de Napoleón Bonaparte, la de Enrique VI de Inglaterra o la beatificación de Juana de Arco, además su interior alberga un Tesoro con tres reliquias de Jesucristo: la corona de espinas, un fragmento de la cruz en la que fue crucificado y uno de los clavos que utilizaron para fijarlo en la cruz (como proyecto de historiadora del arte, no suelo dar mucha veracidad a estas cosas, aunque me gustan conocer cómo se forman estas leyendas y cómo se sigue creyendo en ellas).

Se dice que estas piezas fueron compradas por Luis IX al emperador de Constantinopla. En agosto de 1239, el mismo rey llevó estas reliquias a Notre Dame mientras se construía un edificio propio para ellas (la Sainte Chapelle). Durante la Revolución Francesa, por miedo a que fueran destruidas o robadas, se trasladaron a la Biblioteca Nacional. En 1806, el arzobispo de París las llevó de nuevo a la catedral, donde permanecieron hasta la actualidad.

El exterior se encuentra adornado con esculturas de extraordinaria calidad. En el siglo XIII París era una de las ciudades más pobladas de Europa y, por tanto, un punto intelectual y económico muy importante, llegando a superar en riqueza a las ciudades del norte de Italia y a Flandes. Es por este motivo por el que los mejores maestros y artistas (arquitectos, escultores, miniaturistas, vidrieros) acudían al reino para prestar sus servicios. Era tanta la importancia de la iconografía del exterior de Notre Dame, que sería tomada como modelo y referencia para obras posteriores (y no sólo de Francia).

En las tres puertas de la fachada occidentales encontramos la maravillosa Galería de los Reyes, la Puerta de Santa Ana, la del Juicio Final y la Puerta de la Virgen. En cada una de ellas se cuentan relatos, materializados en piedra para adoctrinar al pueblo. Nos encontramos en una época con una alta tasa de analfabetismo, así que la mejor forma de enseñar la fe católica era a través del arte, evitando así que el pueblo y los canónigos cayeran en las tentaciones de la envidia, la soberbia o la lujuria.

La Puerta de la Virgen es una de las más conocidas, en el parteluz aparece ésta de pie con el Niño en su brazo izquierdo. Imágenes de la Natividad, la Anunciación, Visitación, Nacimiento de Cristo, patriarcas del Antiguo Testamento o el Juicio final adornan las portadas dándole la importancia artística de una gran catedral. Aunque no siempre fue así, en el siglo XVIII, Notre Dame pasó a ser un «templo de la razón», y muchos de sus tesoros fueron destruidos o robados.

Muchas de las esculturas que adornan la fachada fueron martilleadas y golpeadas hasta destruirlas y las imágenes marianas se sustituyeron por las de la Libertad. En estos años la catedral pasó a ser un almacén de comida, dejando atrás su función católica. Afortunadamente, en 1845 se inició un programa de restauración de todos los daños sufridos y se concienció al pueblo de su importancia por lo que, durante la Segunda Guerra Mundial, guardaron bajo custodia las obras que pudieran sufrir daños para evitar su pérdida.

No podemos marcharnos de Notre Dame sin contemplar París desde las alturas y visitar a las gárgolas. La catedral tiene dos torres de 69 metros de altura, a las que se puede acceder subiendo centenares de escaleras (no hay ascensores). El precio es 8,50€ para los adultos y gratis para menores de 18 años y ciudadanos europeos menores de 25 años.

Subir requiere de un pequeño esfuerzo, en concreto 402 escalones, pero la recompensa merece la pena y deja sin habla: una vista panorámica de todo París.

La subida tiene tres etapas o paradas. La primera, en la sala alta nos permite apreciar las bóvedas ojivales de la arquitectura gótica. La segunda parada es en la galería de las quimeras, una de las paradas con más encanto y la que va buscando todo el turista que llega a París.

Después de volver a subir una tanta de escalones, y unas cuantas vueltas a la interminable escalera de caracol, por fin estamos a 46 metros de altura sobre la capital francesa. Desde aquí podremos contemplar a estos demonios que vigilan París; algunos de ellos con fiereza y otros con una expresión más burlesca, con cierta felicidad de encontrarse en una de las ciudades más bellas del mundo.

Aunque todos las conocemos como gárgolas, lo cierto es que estamos equivocados. Su nombre real son quimeras (las gárgolas son las estatuas que permiten evacuar el agua de los tejados) y encontraremos de diferentes tipos (demonios, harpías, grifos, águilas, incluso un elefante). Como ya os decía al principio de la entrada, todos los que de pequeños vimos El Jorobado de Notre Dame, sentimos una gran emoción por verlas en directo. Por intentar descubrir que, como en la película, por un momento cobran vida. Quién sabe, quizás lo hacen al quedarse a solas mientras se burlan de los que tenemos que volver a poner los pies en el suelo, mientras ellas tienen el privilegio de observar cada atardecer y amanecer desde su posición.

Durante unos minutos caminaremos por un serpenteante pasillo, rematado por estas 54 bestias, todas relacionadas entre ellas.

Mi preferida es el diablillo asustado (la que muestra la fotografía superior) que observa la ciudad desde la última curva del recorrido en esta altura, aunque no de nuestra ruta por el cielo. Aún nos queda subir a la cima del campanario de la torre sur, la cúspide de la catedral donde nos recibirá Emmanuel, la gran campana mayor del siglo XVII que pesa 14 toneladas. Esta última parada será de apenas 5 minutos, los suficientes para grabar en nuestras retinas la imagen de París. Los meses de Julio y Agosto, las torres de Notre Dame ofrecen una visita nocturna, así que no os lo perdáis porque debe ser increíble.

Ya de vuelta a tierra firma, aprovechamos para pasear por la zona y comer por las cafeterías de la zona y hacemos un pequeño alto en el camino para descubrir la librería Shakespeare & Company.

Estoy segura de que muchos habéis oído hablar de ella o habéis visto fotografías de su preciosa fachada. Es una de las librerías más famosas de París y una parada obligatoria si visitas la ciudad. Shakespeare and Company se hizo conocida por ser un punto de encuentro entre escritores y artistas ingleses que vivían en París o visitaban la ciudad. Poco a poco pasó a ser un lugar de peregrinaje para aquellos que pretendían ser alguien en el mundo literario.

George Whitman, el creador de esta librería, era un estadounidense que dejó su país natal para mudarse a París, y que compartía sus experiencias artísticas con los visitantes, a los que les ofrecía un remanso de paz leyendo cualquiera de sus libros en sus cómodos sillones. El interior conserva la decoración de sus inicios, por mucho que cambie París, esta librería mantiene la esencia del París de hace décadas y conquista con el ambiente que vivieron los intelectuales del siglo pasado. Os recomiendo perderos entre sus centenares de libros, quizás os topéis justo con el que llevabais tanto tiempo buscando o esa edición antigua, difícil de encontrar en cualquier otra parte del mundo.

Desde aquí caminaremos hasta la Sorbona, una universidad que se ha convertido en punto de interés turístico por la historia que esconde en un interior, por su magnífica arquitectura y por situarse en uno de los barrios más visitados de París. Actualmente únicamente alberga en su interior la Facultad de Artes y Ciencias Humanas, por lo que es más probable que si vais a visitarla os crucéis con más turistas que estudiantes.

La Sorbona recibe su nombre por el confesor del rey Robert de Sorbon, en 1253 fundó un colegio de Teología pensado en los estudiantes con menos capacidad adquisitiva. Con el tiempo el edificio adquirió prestigio y en 1883 se reformó (consiguiendo el aspecto que luce actualmente).

En su interior se encuentra la tumba del cardenal Richelieu, uno de los impulsores de las reformas de este edificio. En 1793 su tumba fue profanada y hasta 1866, sus restos no volvieron a su lugar de reposo eterno.

La entrada cuesta unos 9 euros (la mitad si sois estudiantes) y, en el caso de estudiantes franceses, la entrada es totalmente gratuita.

A pocos metros de distancia encontraremos el Panteón Nacional, el primer monumento de importancia en París. Se construyó mucho antes que el gran símbolo de París (la Torre Eiffel) y fue el primer edificio desde el que se podía contemplar París desde el cielo. Su construcción se inició en 1764 pero se prolongó durante tres décadas por la muerte del arquitecto y por problemas económicos. La entrada cuesta 8€, aunque si sois ciudadanos europeos menores de 26 años podréis disfrutar de su interior gratis. El horario es de 10:00 a 18:00 y únicamente permanece cerrado los días 1 de enero, 1 de mayo y 25 de diciembre.

Al no ser un edificio consagrado, a finales del siglo XVIII se estableció que aquí reposarían los restos de las personas más ilustres del país, aunque en algunas ocasiones ha sido utilizado como iglesia hasta finales del siglo XIX, cuando se consolidó la Tercerda República Francesa y volvió a establecerse que quedaba restringido a usos exclusivamente laicos.

El exterior muestra una fachada con un pórtico casi idéntico al Panteón de Roma, con columnas corintias y un frontón triangular con una alegoría a los grandes hombres como Voltaire, Rousseau o Bonaparte. El interior sin embargo, muestra bajorrelieves y pinturas con elementos tanto religiosos como republicanos.

En el Panteón descansan los cuerpos de personajes tan ilustres como Voltaire, el máximo representante de la Ilustración, Rousseau, el gran poeta y dramaturgo francés Victor Huego, Émile Zola, el político y fundador del periódico L’Humanité Jean Jaurés, Louis Braille (inventor del sistema de escritura para ciegos), el primer arquitecto Soufflot o el novelista Alexandre Dumas.

Algo que me pareció demasiado machista y no me gustó demasiado, es que únicamente encontramos la tumba de dos mujeres, Sophie Berthelot, la esposa del químico Marcelin Berthelot (que también descansa en el Panteón) y los de Marie Curie, química y física y la primera persona en obtener dos premios Nobel en dos especialidades.

En el centro del Panteón se encuentra el péndulo de Foucault, una esfera de 47 kilos suspendida de un hilo de 67 metros que prueba la rotación de la tierra sobre su eje, un experimento llevado a cabo en 1851 por Léon Foucault y que llama la atención de todos los que entramos a este grandioso edificio.

Por último señalar que este edificio posee una cúpula que alcanza los 83 metros de altitud, reforzada con una malla de hierro debido a su magnitud. No estoy segura de si se puede visitar desde arriba y así poder contemplar París, cuando nosotros fuimos, no vimos señales para acceder a la parte superior así que, si tenéis pensado visitar el Panteón, preguntad si es posible y no os quedéis con las ganas.

Son las 7 de la tarde y, aunque nos encantaría seguir recorriendo París, llevamos más de 24 horas sin dormir y nuestro cuerpo nos pide un descanso (además sabemos que nuestro segundo día en la ciudad será un no parar y necesitamos recuperar fuerzas).

Aprovechamos estos últimos momentos antes de volver al hotel, para pasear cerca del Sena y de Notre Dame mientras empieza a atardecer. El sol muestra sus últimos rayos de sol, hay artistas callejeros vendiendo sus obras y tocando música, y para poner el broche dulce a este maravilloso día compartimos un crêpe viendo el ir y venir de la vida parisina.

Desde luego, Edith Piaf no se equivocaba cuando cantaba aquello de «Je vois la vie en rose»..